By Douglas Figueroa
Un cinema en la sala de la casa: Si traes tu centavo pasas
Las películas que pasaban cada día en nuestras dos salas de cine venían en unos rollos de cintas que eran recibidas en el pueblo muy estropeadas de tanto ruleteo porque las habían enviado semanas atrás desde la capital e iban presentándolas de ciudad en ciudad hasta que a nosotros nos llegaban de último. La persona que estaba encargada de las proyecciones en el Teatro Elena era el joven Misael Rondón, conocido cariñosamente como Chicote y él vivía en nuestra barriada, cerca de mi casa. A veces durante el día yo lo iba a visitar a su taller en la cabina del teatro, donde a diario hacía su rutinario trabajo de revisar y reparar las películas antes de montarlas para proyectarlas en la noche. A los rollos le recortaba los pedazos dañados, luego raspaba con una hojilla los bordes de las puntas de la cinta, le pasaba una brochita con acetona y al apretarlos quedaban soldadas de nuevo. Chicote era amigo mío y siempre me regalaba todos esos pedacitos que él iba desechando, yo los iba pegando para así hacer mi propio rollo.
Yo tuve la oportunidad de familiarizarme con el funcionamiento básico de un proyector cinematográfico, de tantas veces que le eché el ojo en la cabina del teatro. Así se me ocurrió la idea de que yo también podía darle uso a ese rollo grandotote de películas que yo había coleccionado, proyectándolo en una pantalla por pedazos, aunque no pudiera darle acción. Entonces pensé que lo podría lograr con una linterna y una lente de aumento, que al colocarlas de una manera apropiada dentro de una cajita de cartón, debería proyectar la imagen de esos cuadritos transparentes sobre una blanca pantalla.
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Un
proyector de
películas elemental que utiliza una linterna para iluminar los
fotogramas de la cinta transparente y una lente de aumento que enfoca la
imagen sobre una pantalla. |
Esta fue una idea genial que funcionó de maravilla, porque obtuvimos una espléndida imagen de un tamaño aproximado al de una pantalla de TV de 19 pulgadas, y se veía bastante nítida en la oscuridad proyectada en una sábana blanca sobre el tabique de la sala de mi casa. Se nos ocurrió que podíamos pasar esas películas cobrándole a cada chamo apenas un centavito por la entrada. Entonces hicimos la propaganda, y presentábamos paquetes de películas con pedazos del rollo que contenían distintos temas: Comiquitas, vaqueros, mejicanas, noticiarios Bolívar Films, otros; unas eran en tecnicolor mientras otras eran en blanco y negro. Esto resultó un rotundo éxito, muchos chamos asistieron entusiasmados al espectáculo, sentaítos y amorochaos en el piso en torno a la pantalla. Para romper la rutina, las proyecciones las hacíamos itinerantes en distintas casas, cuyas salas siempre se llenaban y así pasábamos unos ratos muy entretenidos los fines de semana.
Un problema técnico que teníamos era que con el tiempo las pilas de la linterna se nos iban agotando, y las imágenes proyectadas se veían cada vez mas apagadas. Decidimos entonces reemplazar la linterna por un bombillo, el del alumbrado eléctrico de la casa. Con esto cambió el diseño del proyector y en vez de aquella frágil caja de cartón improvisamos un arreglo mas robusto utilizando una lata metálica donde venía el aceite de Castilla. Así pudimos conseguir con este cambio una mejoría notable en la calidad de la imagen.
Hasta ese momento nuestra promisoria empresa de cine en el barrio con precio de entrada bien solidario iba funcionando, viento en popa con una audiencias cada vez mas numerosa al presentarlas en diferentes casas. Un día tuvimos un problema cuando la función se presentaba en la casa de Toñito Rivas, con su sala repleta de asistentes ávidos de pasar un buen rato. Resulta que al poco tiempo de dar comienzo a la película, el bendito bombillo del proyector se nos quemó, quedando abortada la función, con el muchachero desconcertado en las tinieblas de la sala. Pasamos unos momentos de angustia y nerviosismo, con apuro buscamos velas para alumbrar y poder entregarle el dinero que pagaron los frustrados asistentes. Pero surgió un imprevisto, al momento de la devolución la plata recolectada no alcanzó y quedó afuera un chamo muy disgustado que nos reclamaba su centavo.
No entendíamos por qué había faltado ese centavo y entre los socios de la empresa se armó una sampablera. Las cuentas que sacamos no cuadraban, hasta que se le prendió el bombillo al socio Carlitos Pérez, aunque él era muy distraído y caído de la mata, ya aliviado me dijo: Se me había olvidado y ahora fue que me acordé, yo dejé entrar gratis a un hijo de Trina Verde, por tratarse de ser tío tuyo. Ese chamo que entró gratis había sido José Antonio, quien se hizo el loco al ver que el muy encantao Carlitos también le entregó a él un centavo. Cuando fuimos a buscar a José Antonio, ya era demasiado tarde porque encontramos al muy pícaro fajao deleitándose su tremendo posicle de a centavo que ya le chorreaba entre sus manos.
Qué cuento tan bueno Douglas. Un elogio a la picardía y el emprendimiento popular. Gracias
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