by Douglas Figueroa
Un sancocho e’gallina robá para animar la parranda
En lo alto del cerro de la Ermita de nuestra barriada tenemos la capilla de la Virgencita del Carmen, patrona muy adorada por nuestra comunidad de pescadores. El día 16 de julio de cada año repicaban sus campanas y se lanzaban muchos cohetes, cañones y tumba-ranchos; la gente disfrutaba un montón porque esas festividades siempre se celebraban con gran algarabía.
Al
pie del Cerro de la Ermita quedan los patios de las casas de la cuadra donde
nosotros vivíamos y cada uno de los
vecinos teníamos unos corrales con criaderos de cochinos y aves: pavos, patos, gallos y gallinas. Al llegar la noche, estos patios se quedaban muy solitarios y oscuros, y los fines de semana eran de los lugares mas apetecidos por parranderos que andaban a altas horas nocturnas brincando las empalizás a la cacería de agarrar una picatierra para batuquearla, torcerle el pescuezo y llevarla a la olla de sus sancochos improvisados.
En la época en que los muchachos empezábamos a imitar ciertas costumbres y tradiciones que tenía la gente adulta, era muy común que al llegar el fin de semana inventáramos cualquier pretexto para romper la monotonía improvisando tertulias parranderas. Nos reuníamos en el patio de alguna de las casas, y sentados bajo un frondoso árbol nos divertíamos para conversar y compartir agradables ratos hablando pendejadas y culerías mientras todo el mundo estaba descansando en los brazos de morfeo.
Cada uno contaba con gracia cachos o anécdotas jocosas y picantes de cuanta vaina le sucedía a los demás o de sus propias vivencias a las que se le sacaban punta, dándole mucho sentido de humor para despertar las risas y carcajadas bajo los efectos de unos buenos guarapazos con caña clara o anisao.
No pasaba mucho rato cuando entre uno de los asistentes surgía la idea de animar la parranda con un rico sancocho e'gallina improvisao. A veces la iniciativa salía de alguno de los del grupo que se ofrecía:
«En el corral de mi casa hay gallinas que jode, aunque tenemos un perro que es una fiera, eso no es ningun problema porque les dejo la puerta abierta y del perro me encargo yo»
Cuando no había quien ofreciera la gallina, nunca faltaba un veterano dispuesto a robarla, porque en la época eso no se consideraba una acción indigna sino mas bien era como un deporte, una gracia muy placentera meterse en corrales ajenos saltando tapias o empalizás. Habían expertos en todo tipo de trucos para burlar los perros rabiosos que rumiaban en los patios, y podían hacer su fechoría sin dejar rastros mientras la gente dormía.
En cuanto a los ingredientes necesarios para acompañar a la gallina al montar la olla, bastaba con ir a tocarle la puerta a la señora Eduarda, quien tenía su bodeguita al pie del Cerro er' Toro que siempre estaba bien surtida de frescas vituayas y a los clientes parranderos los atendía con esmero sin importar la hora de la noche.
Cada vez que en alguna casa de la barriada celebraban con una comilona de un sancocho nocturno, al día siguiente se corría la voz y por casualidad, un vecino siempre se percataba de que le faltaba una gallina de su corral. Entonces empezaba con «la averiguadera»: ¿De qué casa sería que había salido tanta bulla de la parranda de anoche? ¿Dónde sería que hicieron ese tan oloroso sancocho?. Luego, el afectado salía a husmear en casas vecinas buscando vestigios de plumas, vísceras y tripas; y disimuladamente echar un ojo pa’ve si habían dejado rastro de candela en algún fogón.
Pero la desaparición de una gallina en la barriada no siempre debía ser atribuída a las fechorías de los parranderos nocturnos, porque muchas veces se escapaban ellas solitas, saltando hacia los corrales de los vecinos. Hasta habían unas gallinitas tan malagradecidas que a la hora de poner sus huevos se iban a dejarlos en los patios de otra gente. Para algunos vecinos no causaba extrañeza la aparición repentina de una gallina extraña en su patio y a veces éstos se hacían de la vista gorda, esperando que su dueño no la reclamara.
Esto parece que fue lo que sucedió con una de las gallinas de una tía de mi papá, la señora Mercedes Velásquez, quien era una muy ferviente cristiana, predicadora y líder de la iglesia evangélica local. Ella acostumbraba a llevar para todas partes su biblia debajo del brazo; era muy afectuosa en el trato con sus vecinos, dándoles bendiciones y consejos; para cada ocasión acostumbraba citar unas muy oportunas frases bíblicas que se sabía de memoria.
El día que ella se dio cuenta de la ausencia de una de sus gallinitas, hizo un recorrido preliminar por cada patio de la cuadra, sin lograr encontrar rastro alguno. Pero ella no se dio por vencida y en la noche, pidiéndole al Señor que la ayudara, le llegó la inspiración. Se acordó que había un lugar en el patio de una vecina, la señora Petronila Rondón, al que no había podido acceder el día anterior porque encontró que esa parte era todo un desorden con muchos peroles y cachivaches amontonados.
Mi Tía no se dio por vencida, perseveró y muy temprano en la mañana siguiente se acercó de nuevo a casa de Petronila y una vez que llegó a ese lugar inexplorado, se dio a la tarea de «cacarear» como lo hacía su gallinita. Fue un milagro que de inmediato la muy callejera gallina su voz reconociera; fiel y arrepentida le replicó cacareando y con gran alborozo empezó a pegar brincos y a largar plumas por todas partes.
Muy contenta, Mercedes puso una cara de felicidad y exclamó de la emoción:
«Alabado sea Dios que tan pronto mis plegarias escuchó. Bendito mi Señor que me dijo que mi gallinita estaba aquí»
Pero ante tan seria afirmación, Petronila no se podía quedar callada y muy seria y enojada le respondió:
« Un momentico comai Mercé: Ese Señor que te fue con el chisme es un rolo de embustero. De dónde sacó ese carajo que tu gallina iba a estar aquí. Además, qué culpa tengo yo que tu gallina pa'cá saltara, si ella lo que bustaba era que mi gallo se la montara »
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