By Douglas Figueroa
Era un ticket de mentira: Pero el portero ni cuenta se dio
Desde que yo era pequeño, siempre tuve cierta afición por el dibujo y la caligrafía. A veces me ganaba una platica pintando carteles, poniéndole los letreros de identificación a los peñeros de los pescadores o dibujando retratos en papel cebolla a plumilla y tinta china, de personajes populares como nuestros héroes libertadores o de la fe religiosa como San Miguel Arcángel o José Gregorio. También elaboraba unos muy divertidos juegos de lotería de entretenimiento familiar de la época; estos consistían en unos cartones con coloridos dibujos a creyón de animalitos y frutas colocados en filas, donde cada jugador anotaba las fichas que iban sacando al azar del interior de una bolsa de tela. Era como en el bingo, y cada partida terminaba cuando algun afortunado cantaba la frase ganadora: «Pare ya, que tengo ‘lotería». Estas fichas las hacíamos de madera tras serruchar en tajaditas, palos de escoba desechados, a las que luego le pegábamos encima úntandole fruticas de cautaro a esos dibujitos en papel.
Un día me entró la curiosidad de imitar un boleto como los de entrada del cine. Yo tenía guardado algunos de esos medios tickets que nos devolvía el portero cada vez que entrábamos a una función. Me puse a colocar juntos esos pedacitos para ver como lucía el texto completo. Luego pude conseguir una cartulina de la misma textura y color y me puse a hacer el dibujo con plumilla y tinta china, a puro pulso y pepa de ojo. Al ticket rectangular que me resultó le hice los huequitos a cada lado como en el original y cuando se lo mostré a mis amiguitos, se quedaron muy impresionados de lo parecido que me había quedado. Desde luego que si uno miraba al ticket desde muy cerquita, inmediatamente se le podían ver los detalles y era muy fácil darse cuenta que no era de imprenta.
Ese boleto de mentira llevaba consigo una inocentada que a mí se me había ocurrido por pura curiosidad, pero ni de vaina yo nunca me iba a atrever a usarlo para tratar de entrar al cine, porque siempre fui muy miedoso y culillúo. A la hora de la verdad todos teníamos mucho coraje y valentía cuando las travesuras las hacíamos actuando en grupo, pero el reto de afrontar el riesgo uno solito, me parecía ya mucha osadía. Sin embargo, hubo un inquieto compañero de la pandillita que no resistió la tentación de aprovechar esa oportunidad y sin pensarlo dos veces, brincó y me arrebató el ticket de las manos. Era Alberto Sánchez, el mayor de todos nosotros, quien vivía con su familia en la casona del Alambique junto a la plazoleta y era compañero mío del sexto grado en la Escuela Nicolas Flores. Él era loco e’bola, muy osado, temerario y arriesgado. Se había quedado desde chiquito con el apodo de Malacota porque hablaba muy medialengua y así era como él llamaba a una señora vecina de nombre María Acosta.
Aquella noche cuando ya se acercaba la hora de la función, varios amiguitos fuimos acompañándolo hasta el Teatro Elena. Cuando estábamos allá, Malacota muy audaz y sangre fría esperó a que apagaran las luces para el comienzo de la función. Una vez que el portero entrejuntó la puerta, hizo su entrada Malacota y en la oscuridad él le alumbró su ticket con la linterna, sin que nada le llamara la atención; luego partió el boleto en dos para devolverle su mitad que era lo natural. Ese ticket fraudulento había funcionado de maravilla y a la perfección, dejándonos a nosotros afuera muertos de envidia, pero tan estupefactos y boquiabiertos que no lo podíamos creer.
Mientras Malacota disfrutaba viendo su película dentro del cine, nosotros nos fuimos a sentarnos a los bancos de la plaza Miranda, dando tiempo a que terminara la función. Allí pasamos un buen rato departiendo y celebrando con gran satisfacción el éxito que habíamos tenido con ese ticket falsificado. Llegado el momento, luego nos acercamos a la puerta de salida del cine, y cuando vemos que de repente él aparece muy orondo de entre el público, emocionado con su cara rebosante de satisfacción, lo recibimos con fuertes aplausos y todos muertos de la risa. Cuando nos regresamos y llegamos a nuestra barriada, el muy bocasuelta Malacota no pudo aguantarse las ganas de contárselo con jactancia a todo el mundo. Esta noticia se regó como polvora y todos los muchachos al enterararse de la increíble hazaña de esa noche ya aspiraban a conseguir también uno de esos valiosos boletos tracaleados.
Una semana después, el amigo Malacota que había quedado picado y muy seguro de si mismo, quiso repetir su osadía con un nuevo boleto que me encargó. Pero esta vez él no contaba con que al ir a entregar el nuevo ticket al portero, se lo recibiera con cierta desconfianza, revisándolo con cuidado y echándole mucho ojo a los detalles. Al parecer, a raiz del asunto del falso ticket que les habíamos metido con anteroiridad, las cuentas entre taquilla y portero no les coincidieron ese día y por eso se pusieron muy mosqueados al detectar el engaño. Al ver esta actitud del portero, nuestro héroe Malacota palideció, se puso medio tembloroso y se desmoronó. Ante el temor de pronto ser descubierto, sin pensarlo echó a correr esmachetao para que no lo fueran a agarrar. Nosotros viendo desde afuera lo que estaba sucediendo, también nos asustamos y tuvimos que emprender la retirada en volandilla.
Ese desafortunado incidente no solo puso fin a nuestras pretensiones de seguir disfrutando de peliculas sin pagar, sino que además nos dejó muy preocupados y andábamos de bajo perfil, con los ánimos por el suelo. Ante el temor de que nos anduvieran buscando para las averiguaciones; salíamos muy poco a jugar a la calle y evitábamos alejarnos mucho del etorno de nuestra barriada.
Hubo que transcurrir un tiempo para que todo volviera de nuevo a la normalidad y por fin ya nadie hablaba del tema de las falsificaciones. Pero una mañana, encontrándome yo muy distraído por los lados de la playa y sentado en la arena frente al mar, siento que de repente me colocan una mano en un hombro y oigo una recia voz por detrás que me dice:
«Tú eres el tal Douglas?, a tí yo te andaba buscando pero no te encontraba»
La sorpresa que me llevé fue demasiado grande y del susto me puse muy pálido, sentí un friito en la barriga y creo que hasta el pantalón se me mojó. Tímidamente miré hacia un lado para averiguar quien era la persona que me estaba solicitando; pero afortunadamente fue para mí un gran respiro darme cuenta que se trataba de una cara muy familiar. Era el señor Isaac Marval (mejor conocido como Maraca), el papá de mis amiguitos Beto, Chabolo y Saúl, él me había divisado desde la puerta de su casa situada a lo alto en una esquina enfrente de la playa. Fue entonces cuando el señor Maraca, con cierta fama de jodedor y mamador de gallo, poniendo su cara muy seria me dijo:
«Te buscaba para proponerte ponernos a hacer unos billetes,
pero no para entrar al cine, sino que sean unos billetes de los de a Veinte»
El señor Isaac siempre tenía unas típicas ocurrencias bien jocosas, pero esta fue una que logró de inmediato devolverme la tranquilidad, la alegría y la sonrisa; él me hizo largar unas estruendosas carcajadas y allí en medio de la playa los dos nos esguañangamos de la risa.
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