By Douglas Figueroa
Cuando éramos niños y andábamos realengos de noche por la calle, contando entretenidos cuentos bajo
la tenue luz del poste de la esquina, o en la algarabía de algún juego nocturno, era frecuente interrumpir esa actividad de repente al oir la frase: «Apriétense el Maruto». Esto sucedía cada
vez que la luz comenzaba a titilar y el parpadeo era un aviso para
que estuviésemos atentos porque al poco rato, terminaba apagándose por
completo para quedarnos en las tinieblas de la oscuridad.
Esa graciosa frase era ya costumbre como echadera de broma, esperando que si todos nos poníamos de acuerdo en apretarnos el «Ombligo», ese botoncito de la panza que llamábamos «Maruto», podíamos conseguir restituirla de nuevo en forma mágica, por la creencia de que así se iban a reponer los fusibles desactivados en alguna parte de la red eléctrica.
Apriétense el Maruto
Hasta los años 50, en el pueblo de Río Caribe tuvimos un servicio de electricidad muy precario que era suministrado por una vieja planta generadora; había sido instalada en décadas anteriores por una iniciativa privada de la familia Luciani y quedaba en la calle 14 de Febrero, la que llamábamos Guate'cochino. Posteriormente, el servicio quedó bajo la administración municipal y era muy básico, restringido solamente para el alumbrado nocturno porque habían muy pocas familias que lo requerían para enchufar algún artefacto eléctrico.
En aquella época solamente en algunos hogares habían aparatos de radio; y si tenían nevera esta no era de compresor eléctrico sino que funcionaba con una vieja tecnología de combustible kerosén, que al arder en un quemador dispara el ciclo de refrigeración por la absorción de calor de un líquido al evaporarse.
La tarifa mínima para la luz en esa época era bien solidaria: Dos bolívares, por alumbrarse con un bombillo de un máximo de 25 vatios. Había un riguroso control del consumo energético que consistía en una fusiblera colocada en la pared externa de cada casa; y ese fulano fusible controlador consistía de un simple alambrito de plomo. La mayoría de los suscritores solo disponían de dinero para pagar por un solitario bombillo; y si alguien quería luces adicionales, tenía que hacer la solicitud para que le fuera instalado un fusible de mayor capacidad.
A veces algunos suscritores pretendían pasarse de vivos, y de manera ilegal se atrevían a poner bombillos mas grandes o conectaban otros adicionales bien escondidos. Entonces el fusible se les
fundía y les pintaba una paloma, dejándole
la casa a oscuras por varios días. Luego tenían que esperar hasta pagar la
multa para su reconexión; esta era una penalidad que se aplicaba buscando evitar la
reincidencia.
Tan pronto se iba la luz, los espantos se adueñaban de las calles
La restitución o el corte de la luz era un trabajo rutinario a cargo del señor Goyo, el técnico de la planta eléctrica y encargado de dar servicio a la red. Me acuerdo que él hacía sus recorridos rutinarios por las calles portando una escalera grandotota; la recostaba sobre las fachadas de las casas, para aplicarle el alicate a los morosos o para reponer cada fusible fundido y reactivar el servicio. Cuando la gente se asomaba a la puerta y veía al señor Goyo con su escalera al hombro, era como ver al diablo y el pánico cundía; además, todo el mundo en el pueblo se enteraba de a quien le cortaban la luz ese día por moroso.
El señor Goyo era estricto y cumplía su trabajo sin miramientos de a quien le iba a hacer la maldad. Se dice que un día se atrevió a aplicarle el alicate a la sede de la prestigiosa y respetada institución Masónica del pueblo, diciéndoles: Ustedes serán "La Responsable Logia Estrella del Paria” pero fueron muy irresponsables en dejar acumular ese mono tan grande en sus recibos de luz; aquí yo les traigo mi precioso alicate que ese si es bien responsable porque no se le salva nadie.
El cobro de la luz se hacía a domicilio y de eso estaba encargado Monchito Pazos, un señor grandulón que era también músico trompetista de la famosa Orquesta Selección Río Caribe. Recuerdo cuando el señor Monchito llegaba a mi casa, después que se le pagaba los dos bolívares del recibo de la luz, y antes de marcharse colocaba su maletín en el piso y luego mientras se tomaba el cafecito, como quien no quiere la cosa y haciéndose el pendejo le echaba un vistazo al recorrido del cableado para asegurarse que no tuviésemos ningún otro bombillo camuflado; pues desconfiaba hasta del fusible controlador.
En esa época, la luz en el pueblo estaba restringida a unas pocas horas nocturnas y la cortaban como a las diez de la noche. A partir de ese momento las calles quedaban en tinieblas y la gente sacaba sus linternas, prendía velas o lámparas de carburo, kerosén o gasolina que eran las mas brillantes. Los que andaban por la calle en bicicleta se lucían exhibiendo sus potentes faros porque contaban con un dinamo que iba acoplado a sus ruedas. Al irse la luz y en medio de esa oscuridad, se creaba un tétrico escenario nocturno como para imaginarse ver cualquier bicho extraño en la oscuridad. A uno no le quedaba mas remedio que ir a recogerse para su casa, pero siempre por un camino evitando pasar por ciertos lugares que infundían miedo por ser solitarios y tenebrosos.
Cuando éramos niños nos metían mucho miedo para que no anduviéramos por la calle en la oscurana y nos advertían del peligro de que nos podía salir algún espanto. Habían varias leyendas que se fueron fraguando en el pueblo ligados a una tradición oral que pasaba de generación en generación. Los Duendes, los Saca-corazones, la Chirigua, el Encapotao, el Caballo enfrenao y pare Ud. de contar.
Nos decían que Los Duendes eran espíritus de niñitos que se quedaron en el limbo porque fallecieron sin haber recibido el bautismo. Los Saca-corazones metían a los niños en un saco y se los llevaban para abrirle el pecho y comerle el corazoncito, dejándo sus restos en el monte. La Chirigua era la versión local de la mítica Llorona, el ánima en pena de una mujer de larga cabellera vestida de blanco, desconsolada y con un desgarrador llanto por su muchachito muerto entre sus brazos. El Encapotao era un hombre sin rostro, con sombrero y trapo envuelto en la cabeza, y con un cabo de vela en una mano y armado de un machete en la otra. El Caballo Enfrenao era un enorme caballo negro sin jinete que arrastraba unas pesadas cadenas, y emitía un relinchido escalofriante, frenaba de golpe sus cascos y se paraba en dos patas, para arremillarle los dientes a quien se atreviera a mirarlo.
El lugar mas escalofriante quedaba a un lado del alambique y por allí la gente evitaba transitar, por ser un camino muy estrecho donde habían unos tanques
subterráneos invadidos de matorrales. Muchos cuentos se escuchaban
de
gente que juraba haber oído ruidos extraños y haber visto luces, que en su
imaginación asociaban a la existencia de los famosos ≪entierros⨠, que no eran de
cadáveres sino de valiosos tesoros de joyas o morocotas.
Según la creencia popular esas luces eran una señal enviada por algún difunto que allí vivió, para revelarle al afortunado el sitio exacto donde había dejado enterradas las vasijas con sus tesoros. La gente se asustaba y se persignaba ante cualquier luz que veían en la oscuridad. Muchas veces eran percepciones visuales causadas por los reflejos y destellos a ciertos ángulos de visión de los rayos de luz de la Luna, cuando incidían sobre pedacitos de botellas o garrafas de vidrio, o de otras superficies pulidas de objetos que dejaban allí tirados.
Cuando nos dábamos cuenta que una persona se disponía a transitar solitaria por ese lugar, entonces íbamos a escondernos dentro de los tanques y esperar a que se fueran acercando. Para asustarla nos poníamos a rezar en voz alta oraciones de Padre Nuestro y Ave María, todos en coro, como los rezanderos en los velorios de difuntos. Al asomarnos, veíamos como la persona asustada se persignaba por escuchar los rezos y, ni de vaina se atrevía a seguir adelante; sin pensarlo se regresaba to'cagao en volandilla y nosotros allí quedábamos gozando una bola y muertos de la risa. La víctima luego salía corriendo apuradita y temblorosa a echarle el cuento a los demás acerca de tan espeluznante percance. Los comentarios que recibía de la gente eran siempre los mismos: ¡Tu si que tienes bolas atreviéndote a pasar por allí, segurito que ese mismito que te salió fue el muerto del alambique!
Los espantos de la calle de los Lázaros
Había otro callejón tenebroso por ser muy estrecho y oscuro que ocupaba una cuadra de la calle Juncal, la de Los Lázaros. Allí había un solar baldío invadido de monte que llamaba la atención por ser muy fértil donde crecían hermosas matas de auyama y de lechoza, exhibiendo sus coloridos frutos. Cuando la gente por allí transitaba, nadie se atrevía a arrancarlos. Aún a pleno día, todos pasaban apuraditos por la acera de enfrente, y los miraban de reojo con recelo y desconfianza.
Es que allí había una casona derrumbada que quedó abandonada desde los años 40, después de que sirvió como recinto para internar temporalmente a enfermos víctimas del mal de San Lázaro o Lepra, una terrible enfermedad contagiosa que causó muchos estragos en la región. A los enfermos los alojaban allí por un tiempo para esperar que pasara el barco, y los recogiera para llevarlos hacia el Leprocomio de Cabo Blanco. El temor de la gente al transitar por el callejón aumentaba en las horas de la noche, ante posibles apariciones de espíritus de personas que en ese lugar habían fallecido víctimas de la penosa enfermedad.
Los espantos salieron espantados al llegar la luz de Cadafe
Ese pasado de ambiente tan sombrío, lleno de misterios y apariciones del más allá, con creencias muy arraigadas, fue desapareciendo con el tiempo a medida que la empresa CADAFE iluminaba las calles con mas brillantes y potentes bombillos. Esto fue suficiente para que los espíritus, duendes y almas en pena que andaban por allí muy realengos, se esfumaran como por acto de magia.
Se jodieron los espantos famosos, todos quedaron olvidados
Quedó la gente convencida que no se trataba de apariciones genuinas sino que algunas eran alucinaciones etílicas de borrachitos bajo los efluvios del alcohol y otras eran ocurrencias de jodedores y mamadores de gallos que gozaban una bola asustando a los transeúntes. No eran individuos del mas allá sino inventos de pícaros y sinvergüenzas de carne y hueso, para disuadir a la gente a que no saliera a la calle y así poder dar rienda suelta a sus encuentros extramaritales y clandestinos, a altas horas de la noche y al amparo de la oscuridad.
Buenísimo!
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